Según Ledys Ávila, presidenta de la Junta de Acción Comunal Lanceros, la huerta tuvo un origen humilde pero cargado de significado. “Nació de la necesidad de tener algo para echarle a la olla, de probar alimentos que a veces no había en casa para alimentar a los niños. El primer cultivo fue de cubios, y desde ahí empezamos a crecer”, cuenta Ávila con orgullo.
La huerta, que alberga una rica variedad de cultivos como duraznos, habas, curuba, papayuela, y plantas medicinales, representa mucho más que una fuente de alimentos. Ricardo Olave, vecino y defensor de la iniciativa, destaca el impacto positivo en el medio ambiente. “Es salud para todos. Aquí todo se cultiva de forma orgánica, lo que beneficia tanto a las personas como al aire que respiramos. Además, recuperamos prácticas ancestrales como el uso del fique y el trueque vecinal”.
El proyecto ha sido un punto de encuentro para grandes y chicos, quienes, entre palas y semillas, han fortalecido los lazos comunitarios. Desde los más pequeños, que aprenden la importancia de cuidar la tierra, hasta los mayores, que comparten su sabiduría, todos tienen un rol en esta transformación.Jorge Enrique Avella, otro de los vecinos involucrados, reconoce que aún hay retos por superar. “Faltan cosas, pero poco a poco lo hemos trabajado juntos. Lo importante es que seguimos avanzando”.
Además de proveer alimentos, la huerta ha sido un motor de cambio social. Actividades de capacitación, intercambio de saberes y la práctica del trueque han renovado las dinámicas vecinales, reforzando un espíritu de cooperación y autosuficiencia.
La huerta de La Chiguaza es, hoy, un ejemplo de cómo un esfuerzo colectivo puede convertir un espacio urbano en un refugio para la naturaleza, la salud y la comunidad. Sus habitantes no solo cultivan la tierra, sino también los valores que fortalecen el tejido social.
“Esto es un orgullo para todos”, concluye Ávila. “Es la prueba de que con esfuerzo y unión, las semillas no solo florecen en la tierra, sino también en los corazones de las personas”.
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